Nosotros, los infelices

Ya nadie habla del amor. Pobres los dramaturgos que se despachaban hablando de sentimientos y pasiones pensando que hacían algo hermoso y admirable, porque hoy más que genios parecerían vulnerables. Ingenuas las generaciones de padres que deseaban que sus hijos vivieran mejor que ellos, que vivieran libres. ¿Libres? Nos encanta alardear de lo libres que somos mientras llevamos en el cuerpo más peso en cadenas que en alas. La gran diferencia es que nosotros nos atamos solos.

La vitalidad, el coraje de defender algo en lo que crees. Las  ganas de comernos el mundo que deberíamos tener nosotros, los jóvenes. El “esto lo apaño yo en un momento”. El hambre de justicia y de felicidad. Qué pena que hayamos aprendido solo la parte fácil del cuento, que nos conformemos tan rápido.

Conservar amistades, mandar una postal a ese amigo tuyo que se fue a Londres. Fuisteis compañeros durante los mejores años de vuestras vidas, y ahora no sabes nada de él. Y os conformáis.

Conservar tiempo, momentos. Hacer fotografías en lugares que no podremos evitar recordar. Ahora necesitamos hacernos selfies, mostrar una cara perfecta al mundo para recibir una aceptación de la cual depende nuestra autoestima. Eso sí, la cara siempre reluciente, no vaya a ser. El que más estudia, el que más sale, el que más viaja, al que más quieren… Ahora tienes que ser mejor que el de al lado, y eso no significa que no desees el bien a las personas, sino que te gusta ver el mundo bonito siempre y cuando el tuyo sea el más bonito de todos. Y te conformas.

Hemos perdido el respeto por las vidas ajenas, por la nuestra propia. La intimidad, eso que necesitamos exhibir a cada minuto por el simple hecho de demostrar. Y ésta que escribe no se queda atrás, ni mucho menos. Y sí, me conformo.

Es el resumen de la vida que nos han dado y nos estamos quitando.

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