Era la primera tarde otoñal del año y ya estaba lloviendo a cántaros. No me quedó otra que quedarme en casa a colocar los cachivaches que mi abuelo había traído de su casa en Galicia. Encontré nada más que antiguos objetos que desprendían nostalgia, entre ellos una antigua radio Vanguard. Tras examinarla, la encendí. De aquel viejo trasto brotó la mejor obra de arte que cualquier virtuoso hubiera creado; Bohemian Rhapsody, de Queen. Sentí esa canción en lo más profundo de mi estómago. Me recordaba a los viajes en coche con mi padre, a las anécdotas que mi tía me contaba de la Movida Madrileña durante su etapa de estudiante. En definitiva, me trasladaba a aquella época de la que siempre me he sentido contemporánea.
Había permanecido bebiendo de esos acordes durante toda mi existencia, y no era esa espléndida melodía, sino su sentido, lo que me erizaba el vello de los brazos. Años y años atrás me había tragado esa canción, y ya no hay forma de sacármela.